Estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, y sentado a la mesa, vino una mujer que traía un frasco de alabastro con perfume puro de nardo, muy caro; rompió el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús… (Mc 14, 3-9)

Jésus se trouvait à Béthanie, chez Simon le lépreux. Pendant qu'il était à table, une femme entra, avec un flacon d'albâtre contenant un parfum très pur et de grande valeur. Brisant le flacon, elle le versa sur la tête de Jésus... (Mc 14, 3-9)

4 de agosto de 2010

La samaritana

Mediodía. La hora en la que la sombra sólo es la sombra de sí misma. La hora de la claridad más elevada. La de las revelaciones. Yo hubiera debido sospecharlo cuando le entreví al lado del pozo, color de tierra, sentado sobre el cansancio del viaje.

Él no me oyó llegar. Sobre la arena, mis pies susurraban.

Pero cuando sumergió sus ojos en los míos, comprendí que él venía de muy lejos. Que su cansancio era antiguo, viejo como el mundo. Como si todo lo que le rodeaba, con su collar de desgracias, le hubiera entrado en el cuerpo.

En él era su alma lo que estaba lleno de polvo, porque es al interior por donde él ha marchado, que las piedras del camino le han herido. El calor de la hora sexta era asfixiante, pero él tenía niebla dentro.

“Dame de beber”. El había andado mucho, a través de colinas y de pueblos. Había hablado, pero también escuchado el viento sobre los rostros. Había querido compartir el fuego, narrar la sal y la luz, dejar una palabra más alta que la guerra. Pero también había visto como la sombra se empeña en descoser la vida, empañar los ojos y taponar los oídos. Él hubiera deseado ensanchar los corazones, pero la piedra se movía al revés y cerraba las tumbas.

“Dame de beber”. Hice como quien no oye. Yo no había venido para calmar la sed de un desconocido. Sacar agua para los míos me era ya bastante cansado. Yo soñaba también con sentarme y que alguien me diera de beber. Acabé por sorprenderme. Hacía falta que este hombre tuviera sed para pedirme agua a mí, la que no sabía vivir, la que no sabía amar. No entendí todo lo que él me decía, pero sus palabras hicieron una canción en mi mente.

Él me hablaba de bajar a mi propio pozo, de ir más allá de mi agua dormida para buscar la fuente viva. Yo podía dejar atrás mi miedo a perderme en mis profundidades, porque más profundo todavía el amor me recogería. Él me enseñaba el agua clara de una vida que yo no podía ni imaginar. Él me hablaba de Dios, sentado a la orilla de mi humanidad, y la llamada a calmar su sed.

Le dejé sabiendo que no le abandonaba. ¿Podemos separarnos de lo que permanece? Desde ese mediodía, mi cántaro está al borde del pozo. Lo podéis ver si pasáis por allí. Pero, por favor, no lo utilicéis; en vosotros tenéis con qué sacar el agua viva donde Dios mismo se vivifica.

Francine Carrillo

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