
Señor, el mundo entero es ante ti como un grano de arena en la balanza, como gota de rocío mañanero que cae sobre la tierra. Te complaces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Y ¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen, les recuerdas su pecado y lo reprendes, para que se conviertan y crean en ti, Señor.
Cada vez que algo o alguien me habla del amor que Dios tiene por todos y cada uno de nosotros me pongo todo contento, porque ahí me veo yo, amado de Dios, con todas mis fragilidades e incluso mi pecado. Una acción de gracias brota espontánea en mí. Pero la cosa se pone complicada cuando profundizo un poco más y me doy cuenta que en ese “todos y cada uno” también están aquellos que no me inspiran precisamente afecto: esa compañera de trabajo que me pone del hígado, ese nuevo rico que expone su riqueza sin ningún pudor, ese homófobo que destila el odio por todos los medios posibles… La acción de gracias ahí es menos espontánea, lo reconozco. Aceptar el reto que se presenta, como Jesús lo ha hecho, compartiendo la mesa de publicanos y fariseos, siendo siempre fiel al Amor del Padre.
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