Continúo con el tema iniciado anteayer… bueno, más bien continuado, porque me doy cuenta que prácticamente sólo hablo de esto (por el momento…).

A ver, imaginemos uno que está en casa, tranquilito, pelín depre porque “mira tú, no soy nada guapo, aún encima soy mariquita y eso como que no está muy bien visto… o sí, pero el caso es que soy un tipo genial o una abominación sólo por este detalle; además mi jefe me hace la vida imposible y mis vecinos de arriba, que son unos capullos, me cabrean que… Si es que tengo un mal carácter que pa qué…” En fin, que uno está así, en plan Calimero, y por fin interioriza que Dios le quiere, así, porque sí, porque es él y no otro, y con un amor inmenso que no se puede concebir. Toma ya. Este uno se quedará de entrada alelado con este notición, y después se dará cuenta de un pequeño gran detalle: “Joé, pues si El me quiere así, es que yo valgo algo… a pesar de todo… ¡No! No a pesar de, sino con todo lo que soy… vaya, que entiendo que los otros me puedan querer… e incluso ¡puedo quererme un poco!”
En otros tiempos se ha predicado mucho el desprecio de sí, pero, ¿tenemos derecho a despreciar lo que Dios ama con locura? Más bien habrá que predicar el amor a sí mismo… No el egoísmo, por favor, no confundamos las cosas. Amarse a uno mismo como El nos ama es tomarnos en serio, reconciliarnos con nuestras flaquezas, defectos y virtudes, liberarse por fin de la tiranía de la imagen que queremos dar, del qué dirán y similares. Ahí tocaremos la profundidad de la humildad: reconocerse tal y como uno es, y actuar en consecuencia; ser auténticos. Además, para poder amar a los otros, hay que amarse a sí mismo… Pero eso será en otro articulillo.
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